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Foto por Isaiah Rustad

Detesto las doctrinas prescriptivas, las que imponen una forma de comportarse, una manera de pensar, unos criterios inamovibles y, sobre todo, la imposibilidad de cuestionar aquello que damos por sentado como verdad universal. Las detesto porque limitan las posibilidades de ser, porque cercenan la creatividad y, sobre todo, porque invisibilizan las contradicciones. Esas que siempre estarán allí y a las que debemos enfrentarnos para descubrir quiénes somos como individuos y como sociedad. Por eso me identifiqué con el feminismo, en un primer momento, por la aspiración de libertad y liberación. Su estudio me ha nutrido intelectualmente y su praxis me ha dado herramientas para construirme políticamente. Sin embargo, he notado, con mucha preocupación, la difusión de discursos sobre cómo debe ser una feminista, qué debe pensar y qué no puede aceptar.

Ciertamente, el feminismo se ha masificado como nunca antes, gracias a las redes sociales y a la formación que han recibido las generaciones de mujeres más jóvenes. Resulta esperanzador ver que las niñas asisten a las manifestaciones del 8M o que las adolescentes organizan espacios de conversación, sobre acoso sexual, violencias basadas en género o derechos sexuales y reproductivos, en sus escuelas y universidades. El reconocimiento de conductas que vulneran los derechos humanos y la posibilidad de hablar, públicamente, sobre aquellos abusos que ocurren en privado abren espacios de reconocimiento intersubjetivo y establecen límites para el adecuado desarrollo de todas y todos. Veo, en esa emergencia del feminismo del día a día, una oportunidad para buscar soluciones a los problemas que, por años, han enfrentado las mujeres y otras identidades sexuales.

Sin embargo, me preocupa haber sacrificado amplitud por profundidad. El ensanchamiento de la base feminista ha llevado a que se posicionen discursos bastamente difundidos. Discursos que se vuelven cánones: que siempre hay que creerles a las mujeres víctimas de acoso sexual, que necesitamos cuotas de género, que una presidenta feminista cambiaría la política, que “hay que” tener empatía, que en toda mesa de expertos debe haber una mujer, que todos los medios de comunicación deben tener mujeres camarógrafas, que los hombres no pueden hablar sobre aborto, que una mujer privilegiada no puede hablar de pobreza, que esto y que aquello. 

Y no es que no esté de acuerdo con varios de esos enunciados, porque, de hecho, lo estoy; pero me preocupa que se acepten como verdades inmutables, válidas para cualquier discusión, en cualquier espacio, y sin posibilidades de una revisión crítica. Elemento último que un espacio como Twitter, donde se libran las discusiones del feminismo contemporáneo, limita y dificulta en gran medida.

Cuestionar implica entrar en dilemas casi irresolubles. Por eso me parece sospechoso tanto convencimiento que se condensa en los libretos repetitivos. Los debates sobre el aborto, por ejemplo, se han convertido en eso, en la reproducción de unos argumentos funcionales y estratégicos, pero limitados. La imposibilidad de escuchar, entender y sentar una posición con otras aristas me parece peligroso. Sobre todo, porque los grupos anti-derechos están desplazando los términos de la conversación y descolocan, así, a sus contradictoras.

Quizás sea mejor aprender a desconfiar de las explicaciones acabadas y abarcadoras, incentivar la curiosidad y la exploración, desestimar el miedo de no parecer lo suficientemente feminista y ser capaz de enunciarse como tal sin que eso signifique adherir, ciegamente, planteamientos sobre los que se pueden debatir. Una de las cosas más importantes es, sobre todo, partir de la presunción de que nuestras teorías son falibles.

Como científica social, no puedo reducir la explicación de fenómenos complejos a un solo factor. No puedo fetichizar al patriarcado y convertirlo en la respuesta a todos los interrogantes sobre lo que no funciona o sobre todo lo que está mal. Tampoco puedo desconocerlo. Mantener la reflexibilidad sobre el mundo que nos rodea no es sencillo, sobre todo cuando encontramos una narrativa que, además, nos provee identidad. Sin embargo, no hay manera de desarrollar un pensamiento autónomo sin intentarlo.

Por esta misma razón, la teórica jurídica, Janet Halley, ha propuesto, desde hace algunos años, la necesidad de tomarse un descanso del feminismo. Halley se refiere, exclusivamente, a los debates sobre la sexualidad en los que el feminismo se ha quedado sin qué decir, pues ha generalizado respuestas univocas y posibles de sintetizar a través de tres proposiciones: (1) m (masculino, hombre, macho) es distinto a f (femenino, mujer, hembra); (2) m está por encima de f; y (3) siempre hay que estar a favor de f. De esto se desprende que las mujeres sufren daños y son inocentes, mientras que los hombres son inmunes y siempre resultan favorecidos. La imposibilidad de debatir cualquiera de estas sentencias ha obligado una convergencia moral en torno a ellas.

La moralización de los debates, además de su simplificación, es otro de los riesgos de difundir discursos sin autocrítica. Clasificar el mundo entre buenas y malos nunca ha sido fructífero y allí también perdemos potencia creativa y opciones de ahondar en la comprensión del comportamiento humano. No significa esto que no sea posible aspirar a una ética feminista, pero abordar los problemas sociales desde este marco es, cuando menos, estéril.

Si en los debates sobre la distribución de la riqueza, los cambios legales, las reformas políticas o la tipificación de nuevas conductas punibles basadas en género, nos remitimos a generalizaciones que pueden resumirse con las tres proposiciones señaladas por Halley, debemos sospechar. Este es un llamado a poner en tela de juicio aquellas ideas, revisarlas y contrastarlas con datos, testimonios y evidencias. Dicha tarea parte de hacernos cargo de lo que decimos y pensamos.

Tal vez, buscar otras teorías explicativas de la “realidad” sea necesario; posiblemente debamos intentar salirnos de nuestro marco de referencia para, una vez hecho esto, podamos volver a él con más herramientas. No estoy insinuando que se deban abandonar las banderas políticas del feminismo ni la utopía ni los objetivos, tampoco Halley lo hacía al escribir su obra. No obstante, indagar por otras categorías y conceptos no será nunca una pérdida de tiempo. Desescalemos los lugares comunes, las palabras sin contenido y las frases que hemos vaciado de significado. De eso dependerá la posibilidad de adaptarnos a las discusiones de la agenda pública y mantener vigente al feminismo, como un movimiento que bebe de los diversos contextos que lo componen y de los diferentes tipos de mujeres que lo ocupan.

Así como no hay una sola manera de ser feminista, no podemos calificar como mejores o peores ninguna de sus formas. Todas habitamos la contradicción que produce vivir en una época de profunda crisis económica, social y política. Podemos debatir ¡claro! Esa es la propuesta. Entre mayor riqueza en las conversaciones, fortalecemos los puntos de vista y dotamos al feminismo de perspectivas múltiples y retadoras. Abandonar las fórmulas preestablecidas, las reducciones simplistas y las generalizaciones sin fundamento son los retos para evitar el dogma.

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Foto por Isaiah Rustad

Detesto las doctrinas prescriptivas, las que imponen una forma de comportarse, una manera de pensar, unos criterios inamovibles y, sobre todo, la imposibilidad de cuestionar aquello que damos por sentado como verdad universal. Las detesto porque limitan las posibilidades de ser, porque cercenan la creatividad y, sobre todo, porque invisibilizan las contradicciones. Esas que siempre estarán allí y a las que debemos enfrentarnos para descubrir quiénes somos como individuos y como sociedad. Por eso me identifiqué con el feminismo, en un primer momento, por la aspiración de libertad y liberación. Su estudio me ha nutrido intelectualmente y su praxis me ha dado herramientas para construirme políticamente. Sin embargo, he notado, con mucha preocupación, la difusión de discursos sobre cómo debe ser una feminista, qué debe pensar y qué no puede aceptar.

Ciertamente, el feminismo se ha masificado como nunca antes, gracias a las redes sociales y a la formación que han recibido las generaciones de mujeres más jóvenes. Resulta esperanzador ver que las niñas asisten a las manifestaciones del 8M o que las adolescentes organizan espacios de conversación, sobre acoso sexual, violencias basadas en género o derechos sexuales y reproductivos, en sus escuelas y universidades. El reconocimiento de conductas que vulneran los derechos humanos y la posibilidad de hablar, públicamente, sobre aquellos abusos que ocurren en privado abren espacios de reconocimiento intersubjetivo y establecen límites para el adecuado desarrollo de todas y todos. Veo, en esa emergencia del feminismo del día a día, una oportunidad para buscar soluciones a los problemas que, por años, han enfrentado las mujeres y otras identidades sexuales.

Sin embargo, me preocupa haber sacrificado amplitud por profundidad. El ensanchamiento de la base feminista ha llevado a que se posicionen discursos bastamente difundidos. Discursos que se vuelven cánones: que siempre hay que creerles a las mujeres víctimas de acoso sexual, que necesitamos cuotas de género, que una presidenta feminista cambiaría la política, que “hay que” tener empatía, que en toda mesa de expertos debe haber una mujer, que todos los medios de comunicación deben tener mujeres camarógrafas, que los hombres no pueden hablar sobre aborto, que una mujer privilegiada no puede hablar de pobreza, que esto y que aquello. 

Y no es que no esté de acuerdo con varios de esos enunciados, porque, de hecho, lo estoy; pero me preocupa que se acepten como verdades inmutables, válidas para cualquier discusión, en cualquier espacio, y sin posibilidades de una revisión crítica. Elemento último que un espacio como Twitter, donde se libran las discusiones del feminismo contemporáneo, limita y dificulta en gran medida.

Cuestionar implica entrar en dilemas casi irresolubles. Por eso me parece sospechoso tanto convencimiento que se condensa en los libretos repetitivos. Los debates sobre el aborto, por ejemplo, se han convertido en eso, en la reproducción de unos argumentos funcionales y estratégicos, pero limitados. La imposibilidad de escuchar, entender y sentar una posición con otras aristas me parece peligroso. Sobre todo, porque los grupos anti-derechos están desplazando los términos de la conversación y descolocan, así, a sus contradictoras.

Quizás sea mejor aprender a desconfiar de las explicaciones acabadas y abarcadoras, incentivar la curiosidad y la exploración, desestimar el miedo de no parecer lo suficientemente feminista y ser capaz de enunciarse como tal sin que eso signifique adherir, ciegamente, planteamientos sobre los que se pueden debatir. Una de las cosas más importantes es, sobre todo, partir de la presunción de que nuestras teorías son falibles.

Como científica social, no puedo reducir la explicación de fenómenos complejos a un solo factor. No puedo fetichizar al patriarcado y convertirlo en la respuesta a todos los interrogantes sobre lo que no funciona o sobre todo lo que está mal. Tampoco puedo desconocerlo. Mantener la reflexibilidad sobre el mundo que nos rodea no es sencillo, sobre todo cuando encontramos una narrativa que, además, nos provee identidad. Sin embargo, no hay manera de desarrollar un pensamiento autónomo sin intentarlo.

Por esta misma razón, la teórica jurídica, Janet Halley, ha propuesto, desde hace algunos años, la necesidad de tomarse un descanso del feminismo. Halley se refiere, exclusivamente, a los debates sobre la sexualidad en los que el feminismo se ha quedado sin qué decir, pues ha generalizado respuestas univocas y posibles de sintetizar a través de tres proposiciones: (1) m (masculino, hombre, macho) es distinto a f (femenino, mujer, hembra); (2) m está por encima de f; y (3) siempre hay que estar a favor de f. De esto se desprende que las mujeres sufren daños y son inocentes, mientras que los hombres son inmunes y siempre resultan favorecidos. La imposibilidad de debatir cualquiera de estas sentencias ha obligado una convergencia moral en torno a ellas.

La moralización de los debates, además de su simplificación, es otro de los riesgos de difundir discursos sin autocrítica. Clasificar el mundo entre buenas y malos nunca ha sido fructífero y allí también perdemos potencia creativa y opciones de ahondar en la comprensión del comportamiento humano. No significa esto que no sea posible aspirar a una ética feminista, pero abordar los problemas sociales desde este marco es, cuando menos, estéril.

Si en los debates sobre la distribución de la riqueza, los cambios legales, las reformas políticas o la tipificación de nuevas conductas punibles basadas en género, nos remitimos a generalizaciones que pueden resumirse con las tres proposiciones señaladas por Halley, debemos sospechar. Este es un llamado a poner en tela de juicio aquellas ideas, revisarlas y contrastarlas con datos, testimonios y evidencias. Dicha tarea parte de hacernos cargo de lo que decimos y pensamos.

Tal vez, buscar otras teorías explicativas de la “realidad” sea necesario; posiblemente debamos intentar salirnos de nuestro marco de referencia para, una vez hecho esto, podamos volver a él con más herramientas. No estoy insinuando que se deban abandonar las banderas políticas del feminismo ni la utopía ni los objetivos, tampoco Halley lo hacía al escribir su obra. No obstante, indagar por otras categorías y conceptos no será nunca una pérdida de tiempo. Desescalemos los lugares comunes, las palabras sin contenido y las frases que hemos vaciado de significado. De eso dependerá la posibilidad de adaptarnos a las discusiones de la agenda pública y mantener vigente al feminismo, como un movimiento que bebe de los diversos contextos que lo componen y de los diferentes tipos de mujeres que lo ocupan.

Así como no hay una sola manera de ser feminista, no podemos calificar como mejores o peores ninguna de sus formas. Todas habitamos la contradicción que produce vivir en una época de profunda crisis económica, social y política. Podemos debatir ¡claro! Esa es la propuesta. Entre mayor riqueza en las conversaciones, fortalecemos los puntos de vista y dotamos al feminismo de perspectivas múltiples y retadoras. Abandonar las fórmulas preestablecidas, las reducciones simplistas y las generalizaciones sin fundamento son los retos para evitar el dogma.

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